La falta de escuelas especiales para los más de 2 millones de mexicanos no oyentes tiene repercusiones en su desarrollo laboral.
Con las manos hablamos y con los ojos escuchamos, es la frase que se lee en los carteles pegados dentro de la Fundación Nacional para Sordos María Sosa (Funapas); una casa acondicionada para educar a más de 40 niños con discapacidad auditiva.
Sofía, Álex, Janet, Uriel y Luis cursan el tercer grado de secundaria. Sentados en pupitres que fueron donados por otras escuelas públicas, prestan atención a cada movimiento de las manos de la profesora Magali Méndez.
En el país existen 2.4 millones de mexicanos sordos, de los cuales, 84 mil 957 son menores de 14 años. De éstos, sólo 64%, es decir 54 mil 372, asiste a la escuela, según datos de la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2014.
Otros de los sectores de la población más rezagada son los jóvenes sordos de entre 15 y 29 años. De los 124 mil 554 con esta discapacidad, 28%, es decir 34 mil 875, no tuvieron ningún tipo de educación.
Para los 597 mil 566 sordos en edad adulta, que tienen entre 30 y 59 años, el contexto no es tan diferente. El 14% nunca fue a la escuela y dos terceras partes (400 mil 369) sólo estudió hasta nivel básico —primaria o secundaria—.
Organizaciones como Funapas buscan acabar con estas cifras que representan un atraso educativo. “Estamos haciendo el trabajo que el gobierno debería hacer, pero que no logra”, explica Genoveva Rivera, directora de la institución. A pesar de que muchos de los sordos que llegan a Funapas tienen su certificado de primaria o secundaria, expedido por la SEP, hay un alto porcentaje que tiene rezagos en temas como sumar, comprensión de lectura y con muy poco conocimiento de historia, asegura Rivera.
En uno de sus salones, que alguna vez fueron habitaciones de una casa, los niños a cargo de la profesora Méndez comienzan a gesticular a ritmo con el movimiento de sus manos. Cada una de las señas completa los nombres de los reyes prehispánicos. Aquí los profesores enseñan mediante la lengua de señas mexicanas.
“Lo único que necesitan es la comunicación. A partir de ahí, ellos se pueden desarrollar como cualquier otro niño. En las escuelas se debe hablar su lenguaje. Lo importante es que se difunda más la lengua de señas. Así es como se les prepara para el futuro”, afirma la directora.
La falta de lugares especiales en donde se les transmitan los conocimientos mediante lenguaje de señas repercute en el desarrollo profesional de estos mexicanos. Únicamente tres de cada 10 jóvenes sordos, es decir 41 mil 103, obtienen recursos para vivir mediante un trabajo fijo. El 67% (83 mil 451) tienen que buscar ingresos por otros medios como programas de gobierno, pensiones, renta de inmuebles o cualquier otra labor. En los adultos la situación es similar. La mitad, es decir 304 mil 758, no cuentan con recursos económicos propios.
El rezago educativo al que se enfrentan muchas veces es el resultado de su paso por escuelas para oyentes o de los Centro de Atención Múltiple (CAM), pertenecientes a la SEP, en donde suelen ser excluidos o aprueban los grados sin que se les exija demostrar sus conocimientos. Una de las desventajas de estos centros es que “como su nombre lo dice, son ‘centros de atención múltiple’ dirigidos a atender a distintas discapacidades. Es decir, un grupo puede tener tanto a niños sordos, como a otros con Síndrome de Down o invidentes”, explica Adolfo Villaseñor, director de Centro Clotet, institución educativa para personas sordas.
Problema estructural
Juana Torres García, de 44 años, nació en San Luis Potosí y jamás ha escuchado el sonido que produce su nombre. Su familia se mudó a las orillas de la Ciudad de México, en la delegación Cuajimalpa, cuando tenía cuatro años. La razón principal: Sus padres buscaban una escuela en la que su hija con discapacidad auditiva pudiera cursar la primaria. “Primero fui a una que estaba por el metro Juanacatlán. Luego al Instituto Nacional de la Comunicación Humana (INCH). Ahí cursé hasta tercer grado”, narra mediante los movimientos de sus manos.
A sus 10 años, su educación comenzó a truncarse. Ambas escuelas quedaban muy lejos de casa. Esa distancia se traducía en un gasto monetario considerable y en horas que alguno de sus padres dejaba de trabajar para poder llevarla. La necesidad la llevó hasta un CAM en la zona de Observatorio. Ahí obtuvo su certificado de primaria. Pero los recursos económicos se agotaron y no pudo seguir estudiando.
“En lugar de entrar a la secundaria, me inscribieron en unos cursos de costura en los que estuve un tiempo, pero de nuevo se acabó el dinero. Aprendí a sembrar girasoles en pequeñas macetas que mi mamá y yo vendíamos en residencias”, relata.
Con una educación muy básica, y a sus casi 15 años, Juana tuvo que empezar a vender calendarios en algunos restaurantes de la colonia Obrera. “Lo único que hacía era ponerlos en las mesas y después pasábamos por el dinero”, recuerda. De ahí pasó a vender chicles, plumas, calcomanías y alfileres en los vagones del metro de la Ciudad de México.
Al igual que ella, de los más de 120 mil jóvenes sordos en el país, 59 mil 785 estudiaron hasta nivel básico, de acuerdo con los datos de Inegi. La falta de educación para personas que no escuchan es causa de un problema más grave: pocas oportunidades laborales. Es así que 67% de esta población joven, es decir 83 mil 451 sordos, no tiene un ingreso económico propio.
Después de pasar más de la mitad de su vida vendiendo diferentes productos en el Metro, en grandes cruceros vehiculares de la capital y en avenidas de ciudades como Puebla e Hidalgo, en diciembre de 2015 Juana se enteró de que el gobierno de la Ciudad de México promovía empleos para personas con discapacidad. “Yo decía ‘no sé leer ni escribir, no sé usar una computadora, ¿cómo me van a aceptar?’. Pero las personas que recibían los papeles me dijeron que aunque sea de intendencia o en archivo, habría algo para mí”, cuenta.
A sus más de 40 años, por primera vez entra en la estadística de los más de 292 mil adultos sordos que pueden mantenerse mediante los ingresos de un trabajo fijo. En febrero de 2016, Juana Torres comenzó a trabajar como capturista en la Secretaría del Trabajo de la CDMX. Esta vez tenía seguridad social y prestaciones amparadas por la ley. “Recuerdo que cuando vendía en el metro me cansaba mucho de las piernas, me enfermaba, me mareaba. Ahora puedo estar más con mis hijos”, relata Juana.
Aun así, los empleos para personas con discapacidad auditiva son pocos y con responsabilidades de poca categoría, asegura Adolfo Villaseñor. “Hablamos de un problema estructural que viene desde la educación hasta el ámbito profesional. A las personas que no escuchan se les dificulta encontrar un trabajo, más si no pudieron estudiar”, afirma el docente.
Acuerdos ignorados
A pesar de que México cuenta con decretos nacionales e internacionales que garantizan la educación y el trabajo para las personas sordas, éstos no se cumplen a cabalidad.
Por ejemplo, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, proclamada en mayo de 2008 por la ONU, pretende asegurar el goce pleno de los derechos humanos para todas las personas con discapacidad, a través de la accesibilidad al entorno físico, social, a la salud y a la educación.
En el ámbito federal, la Ley General para la Inclusión de las Personas con Discapacidad, publicada en 2011, señala la promoción del derecho al empleo en igualdad de oportunidades.
Pero la realidad en México es diferente a la legislación. “En Conapred desde hace varios años las quejas por discriminación por particulares y por servidores públicos federales en contra de las personas con discapacidad han ocupado el primer y segundo lugar”, asegura Marco Antonio Hernández, subdirector de control y seguimiento de ese organismo.
Derechos, sí. Caridad, no
La CNDH ha documentado una serie de abusos contra esta población. “Sabemos que hay grandes índices de exclusión y que no se les dan las mismas ventajas”, explica Germán Bautista, visitador adjunto de la comisión.
En el país todavía hay una visión de altruismo y caridad hacia las personas que no escuchan, lo cual dificulta que sean asumidas como personas con derechos. “Tenemos que dejar de entender la discapacidad como una patología o como una llamada al altruismo, y comenzar a mirarla como una expresión de la diversidad”, añade Mauricio Melgar, analista de la CNDH.
Son casi las 2:00 de la tarde en Funapas. Los alumnos de tercero de secundaria están terminando de repasar los temas de historia. Una luz verde se enciende y se apaga de manera intermitente. Es el aviso de que la clase terminó.
FUENTE: eluniversal